"Mujeres generadoras de esperanza: la fe como fuerza transformadora de comunidad." Úrsula Longhi
- larabersanocomms
 - 22 mar
 - 3 Min. de lectura
 

Con gran gratitud por el espacio compartido, quiero comenzar esta reflexión desde mi propia vivencia en comunidad, porque la experiencia concreta de fe encarnada es la que nos revela el verdadero poder de transformación social. Formo parte del Movimiento de los Focolares, una comunidad nacida en los años más oscuros de Europa, en plena Segunda Guerra Mundial, a partir de un carisma profundamente femenino.
Chiara Lubich, una joven de poco más de veinte años, recibió entonces un regalo del Espíritu Santo: una mirada nueva sobre el Evangelio. Decidió vivir cada palabra de Jesús al pie de la letra, como una respuesta urgente a un mundo herido por la violencia, la injusticia y el miedo. Lo que surgió a la luz de una vela en un refugio de guerra —donde a veces debían correr hasta once veces en un solo día por los bombardeos— fue una comunidad. Una comunidad que se multiplicó rápidamente y que hoy está presente en todo el mundo.
El Movimiento de los Focolares, también conocido como Obra de María, es una comunidad nacida de la vida del Evangelio. Y es esa vida —vivida y compartida— la que genera esperanza real y concreta, incluso en los lugares más difíciles. En Argelia, por ejemplo, esta experiencia ha creado puentes entre los pocos cristianos y la mayoría musulmana. En Tailandia, entre budistas. En Argentina, con comunidades judías. En cada rincón, se hace visible la posibilidad de una fraternidad verdadera donde las diferencias no son barrera, sino riqueza compartida.
Mujeres generadoras de comunidad, pero no solas. Ese es otro de los grandes dones del carisma de la comunión. En el Movimiento de los Focolares, el liderazgo está en manos de una mujer —una laica consagrada— como presidenta. Y junto a ella, no hay un vicepresidente, sino un copresidente, para expresar simbólicamente y con hechos esa complementariedad de dones entre lo femenino y lo masculino, esa visión de humanidad plena que contemplamos en Jesús y María: nuevo Adán y nueva Eva.
Esta complementariedad también se extiende a todas las etapas de la vida: desde los niños de cuatro años que comienzan su camino en el movimiento, hasta adultos mayores, obispos, religiosas, familias y jóvenes. Todos somos parte de una red que no solo habla de unidad, sino que la vive, y que la extiende a cada ámbito: comunidades religiosas, parroquias, barrios, sociedades.
Es la palabra vivida la que transforma. La fe no es solo doctrina o sentimiento: es acción concreta que genera comunidad, fraternidad, posibilidad de futuro. Y en este camino, las mujeres tenemos un rol clave. No para actuar en soledad, sino para reflejar el rostro materno de la Iglesia, ese rostro de caridad, de esperanza y de misericordia que el mundo necesita con urgencia.
Como decía Hans Urs von Balthasar, la Iglesia tiene distintos perfiles: uno más estructural y jerárquico, y otro más carismático, más centrado en la comunión y en el amor. Las mujeres reflejamos ese segundo rostro de manera especial, pero no exclusiva. La clave está en la complementariedad, no en la competencia.
Hoy más que nunca necesitamos comunidades que no solo proclamen la esperanza, sino que la encarnen. Y eso solo es posible cuando ponemos en práctica la Palabra, cuando dejamos que transforme nuestra vida y que, a través de nosotras, transforme también el mundo.
Gracias por permitirme compartir esta experiencia. Que sigamos siendo —juntas y juntos— semilla de comunión, generadoras de esperanza y constructoras de comunidades donde el Evangelio se haga vida.




Comentarios